lunes, 10 de septiembre de 2018

¿Hijos?, no, prefiero el plan B

Miedo me da presentar el siguiente artículo, porque es un tema que levanta ampollas y no sé porqué, cada unos tenemos libertad de querer vivir la vida a nuestra manera. El tema que os presento en este artículo, es: hasta qué punto compensa hoy en día tener hijos.

En una reunión de personas con idea de tener hijos o que ya los tienen, el declarar abiertamente que uno no tiene intención de tener ningún hijo genera todo tipo de opiniones: que si eres un egoísta, que si no quieres responsabilidades, que vaya cómodo estás hecho, etc.


En el caso de este artículo, voy a presentaros un pasaje del libro “Amor Líquido”, donde el  sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman (lamentablemente murió el año pasado), habla de los inconvenientes que hoy en día tiene el tener hijos. Ahora, muchos de vosotros podéis pensar: “seguro que este tío no tuvo hijos”. Pues los tuvo, tres hijas:

En nuestra época, los hijos son, ante todo y fundamentalmente, un objeto de consumo emocional.
Los objetos de consumo sirven para satisfacer una necesidad, un deseo o las ganas del consumidor. Los hijos también. Los hijos son deseados por las alegrías del placer paternal que se espera que brinden, un tipo de alegría que ningún otro objeto de consumo, por ingenioso y sofisticado que sea, puede ofrecer. Para desconsuelo de los practicantes del consumo, el mercado de bienes y servicios no es capaz de ofrecer sustitutos válidos, si bien ese desconsuelo se ve al menos compensado por la incesante expansión que el mundo del comercio gana con la producción y mantenimiento de los hijos en sí.


Los hijos son una de las compras mas onerosas que un consumidor promedio puede permitirse en el transcurso de toda su vida. En términos puramente monetarios, los hijos cuestan más que un lujoso automóvil último modelo, un crucero alrededor del mundo e, incluso, más que una mansión de la que uno pueda jactarse. Lo que es peor, el costo total probablemente aumente a lo largo de los años y su alcance no puede ser fijado de antemano ni estimado con el menor grado de certeza. En un mundo que ya no es capaz de ofrecer caminos profesionales confiables ni empleos fijos, con gente que salta de un proyecto a otro y se gana la vida a medida que va cambiando, firmar una hipoteca con cuotas de valor desconocido y a perpetuidad implica exponerse a un nivel de riesgo atípicamente elevado y a una prolífica fuente de miedos y ansiedades. Uno tiende a pensarlo dos veces antes de firmar, y cuanto más se piensa, más evidentes se hacen los riesgo que implica, y no hay deliberación interna ni indagación espiritual que logre disipar esa sombra de duda que está condenada a contaminar cualquier alegría futura. Por otra parte, en nuestros tiempos, tener hijos es una decisión, y no un accidente, circunstancia que suma ansiedad a la situación. 

Tener o no tener hijos es probablemente la decisión con más consecuencias y de mayor alcance que pueda existir, y por lo tanto es la situación más estresante y generadora de tensiones a la que uno puede enfrentarse en el transcurso de su vida. Es más, no todos los costos son económicos, y aquellos que no lo son directamente no pueden ser evaluados o calculados en absoluto. Ponen en jaque todas las capacidades en inclinaciones de esta especie de operadores racionales que estamos entrenados para ser y nos esforzamos por ser. “Armar un familia” es como arrojarse de cabeza en aguas inexploradas de profundidad impredecible. Tener que renunciar o posponer otros seductores placeres consumibles de un atractivo aún no experimentado, un sacrifico en franca contradicción con los hábitos de un prudente consumidor, no es su única consecuencia posible.

Tener hijos implica sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de la propia comodidad. La autonomía de nuestras propias preferencias se ve comprometida una y otra vez, años tras año, diariamente. Uno podría volverse, horror de los horrores, alguien “dependiente”. Tener hijos puede significar tener que reducir nuestras ambiciones profesionales, “sacrificar nuestra carrera”, ya que los encargados de juzgar nuestro rendimiento profesional nos mirarían con recelo ante el menor signo de lealtades divididas. Lo que es más doloroso aún, tener hijos implica aceptar esa dependencia de lealtades divididas por un periodo de tiempo indefinido, y comprometerse irrevocablemente y con final abierto sin cláusula de “hasta nuevo aviso”, un tipo de obligación que va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida y que la mayoría de las personas evitan celosamente en todo otro aspecto de sus vidas. Despertar a ese compromiso puede ser una experiencia traumática. La depresión posnatal y las crisis maritales (o de pareja) posparto parecen ser dolencias modernas específicas, así como la anorexia, la bulimia e innumerables formas de alergia.
 
No sé si comulgar con la opinión del autor de que los hijos son un objeto de consumo emocional, lo cierto es que se ven muchos casos en lo que los hijos están para satisfacer una necesidad psicológica de los padres que superficialmente ignoramos, pero que si rascamos acaba saliendo a la superficie; una especie de relación enfermiza, una compulsión a estar constantemente pendientes de las necesidades de los hijos, de que no sufran, de que no sean infelices, de que no les falte de nada, de que tengan más que otros niños y mejor.

Tampoco estoy de acuerdo con el autor en que los hijos cuesten más que un lujoso automóvil, un crucero alrededor del mundo e, incluso más que una mansión. Claro si queremos que el chaval cuando aprende a montar en bici lleve una bicicleta de la caras, que cuando sea un adolescente y vaya de compras, compre solo ropa de marca y luego cuando se saque el carnet de conducir el chaval tenga que llevar su Mini Cooper, en ese caso, por supuesto que el nene nos puede salir más caro que una mansión de lujo, pero de esto toda la culpa la tienen los padres.

Cierto que hay que renunciar o posponer otros placeres consumibles, así como renunciar a la propia comodidad y a nuestras ambiciones profesionales, pero para muchos la renuncia compensa. Como dice el autor, ese compromiso puede ser una experiencia traumática, que a muchas lleva a la depresión posnatal y al comienzo de la crisis de pareja.

Mi conclusión es que si una pareja decide no tener hijos, que no se creen conflictos psicológicos innecesarios y que acepten que pueden ser felices sin necesidad de tener hijos. Ninguna de las dos opciones es mejor que la otra, para algunas parejas es mejor opción tenerlos, para otras no. Ambas posturas son respetables. Afortunadamente en los países de occidente podemos elegir.  




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